Bajo tan agresiva presión los psiquiatras obedecieron a los agresores.
Y desde entonces, por razones de violencia, no científicas, la homosexualidad "pasó
a ser normal". Después empezaron a circular 10 MITOS que pueden leerse en este material.
Transcribo toda la historia, para que saquen sus propias conclusiones.
En la siguiente entrada iré transcribiendo los MITOS.
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10 mitos sobre la homosexualidad. Carlos Javier Alonso.
Profesor de Filosofía sábado, 27 de noviembre de 2004 Carlos Javier Alonso
El discurso políticamente correcto no siempre resulta lógicamente correcto. Un ejemplo palmario lo encontramos en el tema de la homosexualidad. En este asunto se amalgaman opiniones infundadas, datos insuficientemente contrastados, juicios ideológicos y sofismas evidentes. En este artículo resumimos los tópicos y falacias más frecuentes que perturban una reflexión
racional y ponderada sobre esta cuestión.
0. Introducción histórica
La homosexualidad designa las tendencias y las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo.
Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece ampliamente inexplicado. De tendencia rechazable, a reivindicación de alternativa sexual legítima, la homosexualidad es objeto hoy de un debate que revisa todos sus planteamientos.
Un amplio abanico de publicaciones sobre la cuestión y un protagonismo desmesurado del asunto en los medios sumergen al lector interesado en una polémica donde se hace cada vez más difícil distinguir lo verificado de lo ideológico.
El juicio sobre la homosexualidad ha experimentado variaciones a lo largo de la Historia.
En general, las culturas de la Antigüedad la juzgaron moralmente reprobable.
Egipcios y mesopotámicos la contemplaron con desdén, mientras que para el pueblo de Israel se hallaba incluida en el listado de una serie de conductas indignas del pueblo de Dios que se extendían del adulterio a la zoofilia pasando por el robo o la idolatría (Levítico 18, 22).
No en vano, el Antiguo Testamento incluía entre los relatos más cargados de dramatismo el de la
destrucción de Sodoma y Gomorra (Génesis 13, 14, 18 y 19), cuyos habitantes habían sido castigados por Dios por practicar la homosexualidad.
Durante el período clásico, la visión fue menos uniforme.
En Grecia, por ejemplo, algunas formas de conducta homosexual masculina y sin penetración era tolerable –como lo puede ser entre nosotros la prostitución-; mientras que en Roma fue duramente fustigada por autores como Tácito o Suetonio, como un signo de degeneración moral e incluso de decadencia cívica.
El cristianismo que, a fin de cuentas, había nacido del judaísmo, también condenó expresamente la práctica de la homosexualidad.
Jesús, no sólo legitimó lo enseñado por la ley de Moisés, sin hacer excepción con los actos homosexuales (Mateo 5, 17-20), sino que el Nuevo Testamento en general condenó la práctica de la homosexualidad considerándola contraria a la ley de Dios y a la Naturaleza (Romanos 1, 26-27) y afirmando que quienes incurrieran en ella, al igual que los que practicaran otro tipo de pecados, no entrarían en el Reino de los cielos (I Corintios 6, 9).
La condena de la práctica homosexual fue común en los Padres de la iglesia.
En los documentos más antiguos de disciplina eclesial aparece como uno de los pecados que se penan con la excomunión.
Partiendo de esta base no resulta extraño que el mundo medieval —tanto judío y cristiano como musulmán— condenara las prácticas homosexuales e incluso las penara legalmente aunque luego en la vida cotidiana fuera tan tolerante —o tan intolerante— con esta conducta como con otras consideradas pecado.
Esta actitud fue aplastantemente mayoritaria en occidente —y en buena parte del resto del globo— durante los siglos siguientes. Esencialmente, la visión negativa de la homosexualidad estaba relacionada con patrones religiosos y morales y no con una calificación médica o psiquiátrica. El homosexual podía cometer actos censurables —no más por otra parte que otros condenados por la ley de Dios— que incluso se calificaban de contrarios a la Naturaleza y de perversión. No obstante, no se identificaba su conducta con un trastorno mental o con un desarreglo físico. En realidad, para llegar a ese juicio habría que esperar a la consolidación de la psiquiatría como ciencia.
Partiendo de una visión que consideraba como natural el comportamiento heterosexual —que meramente en términos estadísticos es de una incidencia muy superior— la psiquiatría incluiría, desde el principio, la inclinación homosexual —y no sólo los actos como sucedía con los juicios teológicos— entre las enfermedades que podían y debían ser tratadas.
Richard von Kraft-Ebing, uno de los padres de la moderna psiquiatría del que Freud se reconocía tributario, la consideró incluso como una enfermedad degenerativa en su Psychopatia Sexualis. De manera no tan difícil de comprender, ni siquiera la llegada del psicoanálisis variaría ese juicio. Es cierto que Freud escribiría en 1935 una compasiva carta a la madre norteamericana de un homosexual, en la que le aseguraba que “la homosexualidad con seguridad no es una ventaja, pero tampoco es algo de lo que avergonzarse, ni un vicio, ni una degradación, ni puede ser clasificado como una enfermedad”.
Sin embargo, sus trabajos científicos resultan menos halagüeños no sólo para las prácticas sino incluso para la mera condición de homosexual. Por ejemplo, en sus Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, Freud incluyó la homosexualidad entre las “perversiones” o “aberraciones sexuales”, por usar sus términos, de la misma manera que el fetichismo del cabello y el pie o las prácticas sádicas o masoquistas.
A juicio de Freud, la homosexualidad era una manifestación de falta de desarrollo sexual y psicológico que se traducía en fijar a la persona en un comportamiento previo a la madurez heterosexual.
En un sentido similar, e incluso con matices de mayor dureza, se pronunciaron también los otros grandes popes del psicoanálisis, Adler y Jung. Los psicoanalistas posteriores no sólo no modificaron estos juicios sino que incluso los acentuaron a la vez que aplicaban tratamientos considerados curativos contra la inclinación homosexual.
En los años cuarenta del siglo XX, por ejemplo, Sandor Rado sostuvo que la homosexualidad era un trastorno fóbico hacia las personas del sexo contrario, lo que la convertía en susceptible de ser tratada como otras fobias.
Bieber y otros psiquiatras, ya en los años sesenta, partiendo del análisis derivado de trabajar con un considerable número de pacientes homosexuales, afirmaron que la homosexualidad era un trastorno psicológico derivado de relaciones familiares patológicas durante el período edípico.
Charles Socarides, en esa misma década y en la siguiente —de hecho hasta el día de hoy— defendía, por el contrario, la tesis de que la homosexualidad se originaba en una época pre-edípica y que por lo tanto resultaba mucho más patológica de lo que se había pensado hasta entonces. Socarides es una especie de bestia negra del movimiento gay hasta el día de hoy pero resulta difícil pensar en alguien que en el campo de la psiquiatría haya estudiado más minuciosa y exhaustivamente la cuestión homosexual.
Curiosamente, la relativización de esos juicios médicos procedió no del campo de la psiquiatría sino de personajes procedentes de ciencias como la zoología (Alfred C. Kinsey) cuyas tesis fueron frontalmente negadas por la ciencia psiquiátrica.
De manera comprensible y partiendo de estos antecedentes, el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) incluía la homosexualidad en el listado de desórdenes mentales.
Sin embargo, en 1973 la homosexualidad fue extraída del DSM en medio de lo que el congresista norteamericano W. Dannemeyer denominaría “una de las narraciones más deprimentes en los anales de la medicina moderna”.
El episodio ha sido relatado ampliamente por uno de sus protagonistas, Ronald Bayer, conocido simpatizante de la causa gay, y ciertamente constituye un ejemplo notable de cómo la militancia política puede interferir en el discurso científico modelándolo y alterándolo.
Según el testimonio de Bayer, dado que la convención de la Asociación psiquiátrica americana (APA) de 1970 iba a celebrarse en San Francisco,
distintos dirigentes homosexuales acordaron realizar un
ataque concertado contra esta entidad. Se iba a llevar así
a cabo “el primer esfuerzo sistemático para trastornar las
reuniones anuales de la APA” (American Psiquiatric Association).
Cuando Irving Bieber, una famosa autoridad en
transexualismo y homosexualidad, estaba realizando un
seminario sobre el tema, un grupo de activistas gays
irrumpió en el recinto para oponerse a su exposición.
Mientras se reían de sus palabras y se burlaban de su
exposición, uno de los militantes gays le gritó:
“He leído tu libro, Dr. Bieber, y si ese libro hablara de los
negros de la manera que habla de los homosexuales, te
arrastrarían y te machacarían y te lo merecerías”.
Igualar el racismo con el diagnóstico médico era pura demagogia y no resulta por ello extraño que los presentes manifestaran su desagrado ante aquella manifestación de fuerza.
Sin embargo, el obstruccionismo gay a las exposiciones de los psiquiatras tan sólo acababa de empezar.
Cuando el psiquiatra australiano Nathaniel McConaghy se
refería al uso de “técnicas condicionantes aversivas” para
tratar la homosexualidad, los activistas gays comenzaron a
lanzar gritos llamándole “sádico” y calificando semejante
acción de “tortura”. Incluso uno se levantó y le dijo: “¿Dónde
resides, en Auchswitz?”. A continuación los manifestantes
indicaron su deseo de intervenir diciendo que habían esperado
cinco mil años mientras uno de ellos comenzaba a leer una
lista de “demandas gays”.
Mientras los militantes acusaban a los psiquiatras de que su profesión era “un instrumento de opresión y tortura”, la mayoría de los médicos abandonaron indignados la sala.
Sin embargo, no todos pensaban así. De hecho, algunos psiquiatras encontraron en las presiones gays alicientes inesperados.
El Dr. Kent Robinson, por ejemplo, se entrevistó con Larry Littlejohn, uno de los dirigentes gays, y le confesó que creía que ese tipo de tácticas eran necesarias, ya que la APA se negaba sistemáticamente a dejar que los militantes gays aparecieran en el programa oficial.
A continuación se dirigió a John Ewing, presidente del comité de programación, y le dijo
que sería conveniente ceder a las pretensiones de los gays
porque de lo contrario “no iban solamente a acabar con una parte” de la reunión
anual de la APA.
Según el testimonio de Bayer, “notando los términos coercitivos de la petición, Ewing aceptó rápidamente estipulando sólo que, de acuerdo con las reglas de la convención de la APA, un psiquiatra tenía que presidir la sesión propuesta”.
Que la APA se sospechaba con quien se enfrentaba se desprende del hecho de que contratara a unos expertos en seguridad para que evitaran más manifestaciones de violencia gay. No sirvió de nada.
El 3 de mayo de 1971, un grupo de activistas gays irrumpió
en la reunión de psiquiatras del año y su dirigente,
tras apoderarse del micrófono, les espetó que no
tenían ningún derecho a discutir el tema de la
homosexualidad y añadió: “podéis tomar esto como
una declaración de guerra contra vosotros”. Según
refiere Bayer, los gays se sirvieron a continuación de
credenciales falsas para invadir el recinto y
amenazaron a los que estaban a cargo de la
exposición sobre tratamientos de la homosexualidad
con destruir todo el material si no procedían a retirarlo
inmediatamente.
A continuación se inició un panel desarrollado por cinco militantes gays en el que defendieron la homosexualidad como un estilo de vida y atacaron a la psiquiatría como “el enemigo más peligroso de los homosexuales en la sociedad contemporánea”.
Dado que la inmensa mayoría de los psiquiatras podía ser más o menos competente, pero desde luego ni estaba acostumbrada a que sus pacientes les dijeran lo que debían hacer ni se caracterizaba por el dominio de las tácticas de presión violenta de grupos organizados,
la victoria del lobby gay fue clamorosa.
De hecho, para 1972, había logrado imponerse como una presencia obligada en la reunión anual de la APA. El año siguiente fue el de la gran ofensiva encaminada a que la APA borrara del DSM la mención de la homosexualidad. Las ponencias de psiquiatras especializados en el tema como Spitzer, Socarides, Bieber o McDevitt fueron ahogadas reduciendo su tiempo de exposición a un ridículo cuarto de hora mientras
los dirigentes gays y algún
psiquiatra políticamente correcto realizaban
declaraciones ante la prensa en las que se anunciaba
que “los médicos deciden que los homosexuales no
son anormales”.
Finalmente, la alianza de Kent Robinson, el lobby gay y Judd Marmor, que ambicionaba ser elegido presidente de la APA, sometió a discusión un documento cuya finalidad era eliminar la mención de la homosexualidad del DSM. Su aprobación, a pesar de la propaganda y de las presiones, no obtuvo más que el 58 por ciento de los votos. Se trataba, sin duda, de una mayoría cualificada para una decisión política pero un tanto sobrecogedora para un análisis científico de un problema médico. No obstante, buena parte de los miembros de la APA no estaban dispuestos a rendirse ante lo que consideraban una intromisión intolerable y violenta de la militancia gay. En 1980, el DSM incluyó entre los trastornos mentales una nueva dolencia de carácter homosexual conocida como ego-distónico. Con el término se había referencia a aquella homosexualidad que, a la vez, causaba un pesar persistente al que la padecía. En realidad, se trataba de una solución de compromiso para apaciguar a los psiquiatras —en su mayoría psicoanalistas— que seguían considerando la homosexualidad una dolencia psíquica y que consideraban una obligación médica y moral ofrecer tratamiento adecuado a los que la padecían.
En 1986, los activistas gays lograban expulsar aquella dolencia del nuevo
DSM, e incluso obtendrían un nuevo triunfo al lograr que también se
excluyera la pedofilia de la lista de los trastornos psicológicos.
En Estados Unidos, al menos estatutariamente, la homosexualidad —y la pedofilia— había dejado de ser una dolencia susceptible de tratamiento psiquiátrico.
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